12/11/25

La pipa de la vejez

    —La vejez es cara como una chimoltrufia en agosto —dice, ondulando su boca bajo el maquillaje de setenta y que hubole.
    Luego procede a inclinarse en su asiento hacia mí, como si buscara una réplica con suficiente poder para romper el encanto del miedo.
    —A esta disyuntiva no tengo una respuesta —le digo—, lo siento Monahan.
    Luego viene el silencio que derrumba a los perplejos cautivos que nos observan desde el balcón.

    Es un silencio lleno de incertidumbre papayux, porque la vejez está en el futuro, y no se puede saber. Unknowning, dicen.
    —Supongo que nadie tiene la respuesta a la vejez o su impacto en la economía —y tomo un sorbo de agua, y me seco los labios, y la veo, y así las cosas.
    Ella me ve, asiente, hace un gesto, abre su cajón del escritorio, saca una pipa dorada, una pipa grande, como flauta de abolengo, y la enciende sin ánimo de lucro. 

    Tose unas veces y sus ojos se inyectan de un veneno simple.
    —Ya te puedes ir Johnny Come Lately —dice en su acento alemán haciendo un ademán de despedida—, no tenemos nada más de qué hablar. El tópico de hoy quedó patrocinado por la paranoia del silencio.
    Me aventuro a la calle, como un gilipollas absuelto, y siento su mirada en mi espalda, mientras ella fuma su pipa dorada en la ventana.

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